Estamos ante una compilación
de dieciocho relatos cortos (7-8 páginas cada uno) sobre la Primera Guerra
Mundial. Alterna narraciones de soldados en el frente con otras sobre ciudadanos
de los países en conflicto. Verdadero canto al monólogo interno de personajes
al borde del abismo, su lectura seguida conduce al lector hacia un estado de
obsesión. Algunos de los cuentos forman parte de las obras más importantes que
he tenido ocasión de reseñar para este blog.
Tienen truco: narran
anécdotas terribles sobre la guerra y eso siempre es potente. Pero hay algo
más. Por un lado, el tratamiento tan personal de la guerra, centrado en cómo
los combatientes en primera línea se aíslan de la muerte que los rodea. Por
otro lado, una prosa llena de tensión e imágenes singulares.
Ahondemos un poco en el
tratamiento. Los protagonistas (narradores en primera persona) escapan de su
realidad inmediata fijando su atención en objetos o circunstancias
aparentemente triviales: alimentos que dan título a algunos relatos (Naranjas, El queso), una lata de conservas (Después del ataque), la rememoración de un viaje en tren (Una ciudad en la India), los cuerpos
caídos de los compañeros objetualizados como cartas (Cuerpos de cristal), el sueño (Compasión),
subir y bajar escalones (La escalera),
una mochila tirada en el suelo (El
farmacéutico), etc. Los personajes vuelven una y otra vez sobre esos
elementos que les ofuscan, lo único que les importa, y cuentan de pasada, como
algo secundario, las atrocidades que ocurren a su alrededor. Queda bastante
claro que se engañan, que utilizan la nimiedad para huir de lo que les va a
matar o marcar de por vida. Pero, al hacerlo, el lector no puede dejar de
preguntarse: ¿no es eso lo que se hace habitualmente? La guerra es una metáfora
de la violencia que vivimos a diario, y de los trucos que empleamos para
escudarnos. Muy hábil, el escritor.
Estoy poniendo especial
hincapié en los relatos del frente de batalla. Los que tratan sobre la vida
cotidiana en ciudades concretas de los países en conflicto mantienen una
coherencia digna de elogio, al emplear una misma técnica: el
narrador-protagonista enumera eventos referidos a él o a otras personas, con un
nexo común, en general distintas manifestaciones del horror, vinculadas a la
guerra. Incluso se puede decir que ofrecen un contrapunto acertado a los
relatos del frente, puesto que la escasa empatía de los personajes en
situaciones poco conflictivas explica que los que están en el frente podrían
ser los mismos, con su deshumanización exacerbada ante situaciones extremas. Sin
embargo, esa suerte de enumeraciones de base lastran la tensión narrativa y se constituyen
en un experimento más intelectual, sin tanta potencia como los relatos del
frente, menos encorsetados.
Excepción hecha, eso sí, de Camisa blanca, porque el retratado es un
delincuente y la filosofía abyecta en la que enmarca la narración de sus crímenes,
tan crueles como la guerra, corta el aliento.
Profundicemos ahora un poco
en el estilo, en esa prosa tan destacable que he mencionado. Por supuesto, cabe
destacar las comparaciones:
Al primero lo mato en un
ejemplo de geometría perfecta, la bala traza una línea recta hasta su pecho, algo
parecido al plomo que se deja caer al extremo de un hilo y señala el centro de
la tierra.
O las metáforas:
Tengo hambre, aprieto fuerte
el puño sobre esta lata pero no cede. Somos dos mundos irreconciliables (p. 57).
Los muertos son botellas de
cristal. Sus cadáveres nos permiten mandar mensajes (p. 73).
También resulta memorable la
cadencia de las frases:
No admito excepciones a los
agravios, el que me insulta debe morir, pero a ella la resucito, es la forma
que adapta el perdón, no cabe otro razonamiento (p. 67).
En el fragmento anterior, el
autor escribe comas donde debería haber otros signos, porque el contenido pide
pausas más largas (punto y coma, punto, dos puntos) u oraciones subordinadas,
para aclarar las relaciones lógicas entre las frases. Sin embargo, esta
desviación de la norma dota de un ritmo más rápido a la lectura, que combina
bien con el monólogo interno, tan atropellado. Como esta es una constante a lo
largo del texto, el ritmo adquiere tintes hipnóticos.
Por último, me gustaría remarcar
el mimo con que se cuida los principios. Veamos el ejemplo de Después del ataque:
Aparto con el pie la cabeza
de Claude y sigo pensando en cómo abrir esta lata de conserva. No tengo
abrelatas (p.57).
La primera frase es una oración
coordinada, relativamente larga, mientras que la segunda es una oración simple,
corta. Con este efecto se refuerza el impacto del contenido de lo que se
cuenta.
Volviendo, ya para terminar, sobre
los argumentos, sí: he empezado diciendo que las historias tienen truco, que es
contar las anécdotas fuertes de una guerra. Pero aun sabiéndolo, es imposible
no dejarse atrapar por relatos como Compasión,
en el que un soldado custodia cinco prisioneros indefensos y, en su lógica
malsana, encuentra justificado irlos eliminando uno a uno, e incluso sentir que
los supervivientes (hasta que les llegue el turno) le están agradecidos; El queso, en el que otro soldado se
obsesiona hasta tal punto con comerse el queso que le ha enviado su hermana que
se olvida hasta de las balas que silban a su alrededor; o La escalera, en el que aún un soldado más decide pasar su día de
permiso en las ruinas de un edificio, subiendo y bajando escalones, porque ese
acto mecánico adquiere tintes místicos para su alma resquebrajada.
Un hurra, pues, por esta
singular aproximación a la guerra, cuando ya lo creíamos todo visto sobre el
tema.