viernes, 28 de abril de 2017

El horror de cómo escapar al horror


Estamos ante una compilación de dieciocho relatos cortos (7-8 páginas cada uno) sobre la Primera Guerra Mundial. Alterna narraciones de soldados en el frente con otras sobre ciudadanos de los países en conflicto. Verdadero canto al monólogo interno de personajes al borde del abismo, su lectura seguida conduce al lector hacia un estado de obsesión. Algunos de los cuentos forman parte de las obras más importantes que he tenido ocasión de reseñar para este blog.
Tienen truco: narran anécdotas terribles sobre la guerra y eso siempre es potente. Pero hay algo más. Por un lado, el tratamiento tan personal de la guerra, centrado en cómo los combatientes en primera línea se aíslan de la muerte que los rodea. Por otro lado, una prosa llena de tensión e imágenes singulares.
Ahondemos un poco en el tratamiento. Los protagonistas (narradores en primera persona) escapan de su realidad inmediata fijando su atención en objetos o circunstancias aparentemente triviales: alimentos que dan título a algunos relatos (Naranjas, El queso), una lata de conservas (Después del ataque), la rememoración de un viaje en tren (Una ciudad en la India), los cuerpos caídos de los compañeros objetualizados como cartas (Cuerpos de cristal), el sueño (Compasión), subir y bajar escalones (La escalera), una mochila tirada en el suelo (El farmacéutico), etc. Los personajes vuelven una y otra vez sobre esos elementos que les ofuscan, lo único que les importa, y cuentan de pasada, como algo secundario, las atrocidades que ocurren a su alrededor. Queda bastante claro que se engañan, que utilizan la nimiedad para huir de lo que les va a matar o marcar de por vida. Pero, al hacerlo, el lector no puede dejar de preguntarse: ¿no es eso lo que se hace habitualmente? La guerra es una metáfora de la violencia que vivimos a diario, y de los trucos que empleamos para escudarnos. Muy hábil, el escritor.
Estoy poniendo especial hincapié en los relatos del frente de batalla. Los que tratan sobre la vida cotidiana en ciudades concretas de los países en conflicto mantienen una coherencia digna de elogio, al emplear una misma técnica: el narrador-protagonista enumera eventos referidos a él o a otras personas, con un nexo común, en general distintas manifestaciones del horror, vinculadas a la guerra. Incluso se puede decir que ofrecen un contrapunto acertado a los relatos del frente, puesto que la escasa empatía de los personajes en situaciones poco conflictivas explica que los que están en el frente podrían ser los mismos, con su deshumanización exacerbada ante situaciones extremas. Sin embargo, esa suerte de enumeraciones de base lastran la tensión narrativa y se constituyen en un experimento más intelectual, sin tanta potencia como los relatos del frente, menos encorsetados.
Excepción hecha, eso sí, de Camisa blanca, porque el retratado es un delincuente y la filosofía abyecta en la que enmarca la narración de sus crímenes, tan crueles como la guerra, corta el aliento.
Profundicemos ahora un poco en el estilo, en esa prosa tan destacable que he mencionado. Por supuesto, cabe destacar las comparaciones:
Al primero lo mato en un ejemplo de geometría perfecta, la bala traza una línea recta hasta su pecho, algo parecido al plomo que se deja caer al extremo de un hilo y señala el centro de la tierra.
O las metáforas:
Tengo hambre, aprieto fuerte el puño sobre esta lata pero no cede. Somos dos mundos irreconciliables (p. 57).
Los muertos son botellas de cristal. Sus cadáveres nos permiten mandar mensajes (p. 73).
También resulta memorable la cadencia de las frases:
No admito excepciones a los agravios, el que me insulta debe morir, pero a ella la resucito, es la forma que adapta el perdón, no cabe otro razonamiento (p. 67).
En el fragmento anterior, el autor escribe comas donde debería haber otros signos, porque el contenido pide pausas más largas (punto y coma, punto, dos puntos) u oraciones subordinadas, para aclarar las relaciones lógicas entre las frases. Sin embargo, esta desviación de la norma dota de un ritmo más rápido a la lectura, que combina bien con el monólogo interno, tan atropellado. Como esta es una constante a lo largo del texto, el ritmo adquiere tintes hipnóticos.
Por último, me gustaría remarcar el mimo con que se cuida los principios. Veamos el ejemplo de Después del ataque:
Aparto con el pie la cabeza de Claude y sigo pensando en cómo abrir esta lata de conserva. No tengo abrelatas (p.57).
La primera frase es una oración coordinada, relativamente larga, mientras que la segunda es una oración simple, corta. Con este efecto se refuerza el impacto del contenido de lo que se cuenta.
Volviendo, ya para terminar, sobre los argumentos, sí: he empezado diciendo que las historias tienen truco, que es contar las anécdotas fuertes de una guerra. Pero aun sabiéndolo, es imposible no dejarse atrapar por relatos como Compasión, en el que un soldado custodia cinco prisioneros indefensos y, en su lógica malsana, encuentra justificado irlos eliminando uno a uno, e incluso sentir que los supervivientes (hasta que les llegue el turno) le están agradecidos; El queso, en el que otro soldado se obsesiona hasta tal punto con comerse el queso que le ha enviado su hermana que se olvida hasta de las balas que silban a su alrededor; o La escalera, en el que aún un soldado más decide pasar su día de permiso en las ruinas de un edificio, subiendo y bajando escalones, porque ese acto mecánico adquiere tintes místicos para su alma resquebrajada.
Un hurra, pues, por esta singular aproximación a la guerra, cuando ya lo creíamos todo visto sobre el tema.


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